EKUÓREO
  Ekuóreo 8
 
El octavo número

La referencia espacio-temporal no ha cambiado. La relación con la editorial tampoco (cosa que se muestra aquí, de nuevo, con una notable banda vertical en la segunda página). Esta vez, la diagramación es mucho mejor y ahora todo va en compóser: archivada la letra-set (por ahí tenemos todavía algunas “sábanas” —como les decíamos— que nos apresuramos a comprar, incapaces de prever los adelantos técnicos). El cuento de Jorge Enrique Adoum obligaba. En ese momento habíamos leído la ¿novela? —una especie de Rayuela— titulada Entre Marx y una mujer desnuda; recordábamos que allí había juegos muy de la época, al estilo Cortázar. Uno de ellos era “Solución a nuestro problema núm. 60 ‘Crucigramas cruzados’”. Allí vemos un rombo sin las puntas de arriba y abajo, hecho con las palabras de un cuento, con un agujero en la mitad, también en forma de rombo. Adoum se había tomado el trabajo de comenzar el cuento (en la parte superior de la figura), desplegarlo de dos maneras distintas (separadas por el agujero central) y hacer un solo final para ambas historias (cuando el rombo se cierra abajo). Era no sólo bueno, sino formalmente formidable... lástima que lo hayan cogido para dar clases sobre “comienzo, nudo y desenlace”. Nuestro diagramador se sacó un ojo (fueron sus palabras) para reproducir la figura, con tal de que el texto coincidiera exactamente en los puntos donde los senderos se bifurcan —“El cuento de los senderos que se bifurcan”, diría Borges— y donde vuelven a confluir.
Puso detrás del rombo una serie como de insectos-con-rostro, de la obra “La conversación”, de Walter Rabe; tomados de la revista alemana Gebrauchsgraphik (Munich). Este crédito no lo dimos ahí. El rombo deja ver parcialmente, a través del agujero central, la línea de bichos.

(NO SE TRANSCRIBE PORQUE ES UNA IMAGEN)

La segunda página repite un tanto la diagramación de la primera y da espacio sólo para dos cuentos.

El Clasificador

«Obsérvenlo bien, es un típico cobarde». El Clasificador de Espíritus le empujó hacia arriba la barbilla puntiaguda. Los ojos del pobre hombre continuaron clavados en el piso, a pesar de lo erguido de su cabeza. «¿Lo ven?: le alzo la cabeza, pero los ojos siguen caídos y los hombros también: tendencia innata al derrumbamiento. Los signos exteriores de cobardía corresponden con exactitud a los agrietamientos interiores del infeliz».

Las cabezas de los asistentes se diluían en la oscuridad de la sala. El haz de un reflector caía en círculo sobre el escenario. En el centro del círculo, en un sencillo asiento café, permanecía el pelele objeto de la demostración, vestido de paño oscuro, saco cruzado a la usanza de muchos años atrás y zapatos negros. Detrás del pelele se alzaban, como una solemne torre, los dos metros de la figura de El Clasificador. A un lado, alineado sobre una pequeña mesa color cucaracha, se veía el instrumental de exasperación y de tortura.

El Clasificador de Espíritus tomó de la mesa una larga aguja de marfil y se dedicó a chuzar al pelele, quién tímidamente esquivaba los ataques. «¿Lo ven? ¿Lo ven? Es una alimaña. Esquiva los ataques como lo haría una alimaña». Un torrente de destempladas risas salió de lo oscuro como serpientes de un hueco. Dominado por una ostensible excitación, El Clasificador tomó unas pinzas de electricista hechas de oro y retorció la nariz del pelele, lo que produjo un fino manantial de sangre. Luego, más excitado, golpeóle los dientes con un martillo de plata e hizo rodar por los suelos varias piezas, en medio de los aplausos del auditorio. «Obsérvenlo bien, mírenlo con cuidado: crispa las manos y llora como una niña, pero no ataca... ¡Y ahora, señores y señoras, la prueba final! Con mis propias manos pongo en las suyas este hermoso puñal árabe y le doy la espalda. Empiezo a contar: uno, dos, tres, cuatro, cinco.... Podría contar hasta un millón y no sucedería nada. ¿Lo han visto? Soy el mejor Clasificador de Espíritus. El pobrecillo es un cobarde, un legítimo y puro cobarde».

El público se levantó de las sillas y aplaudió rabiosamente. El Clasificador abrió los brazos en un gesto triunfal. Los aplausos del público fueron disminuyendo hasta que sólo se oyeron un par de manos chocando muy al fondo de la sala. Un hilillo de sangre iba saliendo de la boca de El Clasificador y manchaba cada vez más su blanca camisa de gorguera.

Y cuando el pesado cuerpo cayó sobre las primeras filas, el público pudo ver el puñal árabe en la poderosa espalda de El Clasificador mientras el pelele, encaramado en el asiento, temblaba, lloraba y reía al mismo tiempo.

Álvaro García Ramos

En esos días, Álvaro García (Cali, 1945) andaba deshaciéndose de su Manual para dementes: en Ekuóreo publicó “El Clasificador”, en Aqua ardens publicó “Cara de cabra”. El cuento coincidía increíblemente con una noticia de la época en Cali: un hombre atormentaba a su mujer, le hacía evidentes sus infidelidades; y ella lloraba y decía que se iba a suicidar. Entonces el hombre compró un arma y se la dejaba visible. Un día ella cobró valor y la usó... contra él.

Álvaro García, años después, es miembro del Taller de escritura que dirige Harold en la Universidad Santiago de Cali. Allí escribió una excelente crónica, en el 2006, sobre la bailarina de salsa Amparo Arrebato, inmortalizada por Richie Ray y Bobby Cruz. La crónica, titulada “Réquiem por Amparo”, ganó uno de los premios del Concurso de Historias Urbanas, convocado por el Archivo Histórico de Cali.

Teniendo en cuenta que “tercio” es la tercera parte de algo, pero también la conjugación, en primera persona del singular, modo indicativo, del verbo terciar, publicamos el siguiente texto:

Amor cuantitativo

Aquel día me sentí débil y le descubrí mi defecto. Para compensar el error y así equilibrar fuerzas, le reafirmé mi amor, pero eso sí, dejándole ver con gran energía que mi pasión por ella sólo era firme —cuantitativamente hablando— unos diez días al mes. El resto del tiempo —proseguí con ardor— el afecto en cuestión era tan incierto como los ojos de la luna. Inicialmente se quedó muda, clavó su mirada en el rombo del mosaico, recontó no sé cuántas veces las hormigas que acarreaban una brizna de azúcar. Luego, como el péndulo de un viejo reloj, levantó la cabeza, con sus labios dibujó una tenue sonrisa y me respondió:

—Yo también tercio.

Ernesto Pino

Este cuento se publicó por primera vez en Ekuóreo 8, con caracteres bastante pequeños —un tercio de lo normal—. Unas gallinitas lo acompañaron como ilustración. Las aves —de cuya profesión alguna información tenía Harold— son dibujos de Walter Rabe (según consta en el siguiente número, donde las gallinas pasan a ser protagonistas).


 
 
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