El número 16
A partir de este número, fechado en mayo de 1981, nosotros quedamos elevados a la categoría de “Comité de dirección”. O sea que, en promedio, cada uno dirigía una página.
Las ilustraciones son de Jean Claude-Carrière. Fueron tomadas de un libro con el guión para la película El monje, de Luis Buñuel, que nunca se hizo. Pusimos las gráficas por esa combinación 50/50 entre lo divino y lo profano; además, siempre nos llamó la atención que el demonio siempre se apareciera en ciertos contextos. Carrière fue guionista de varias cintas de Buñuel.
Durante mucho tiempo, Javier Cardona imprimió Ekuóreo; pero esta es la primera vez que lo hacemos constar por escrito. Como la amistad le impedía suministrarnos una cuenta de cobro, nos presionó para que lo mencionáramos ahí, con el subterfugio de pasar a la posteridad, y así poder disponer de una prueba escrita ante los estrados judiciales, pues de ediciones de 300 ejemplares, llegamos a imprimir hasta 2000 por entrega, dimensión que ya afectaba considerablemente el funcionamiento de su “Taller gráfico” —diagonal al Teatro Experimental de Cali—.
“Otra Vuelta de Tuerca” levantó por última vez textos ad honorem, etimológicamente hablando.
El niño que se llenó de ira
Celso Román
Mamá acostó al nene niñito bonito formalito cariño de mamá va a dormir con los piecitos tapaditos (el nene miraba estúpidamente) porque si los niños no se tapan los piecitos viene un ratón grande grande y se los come. En realidad el niño no entendía la palabra gripe y para la madre era mejor ser más gráfica. Pero el nene empezó a chillar como loco, pataleó y arrojó las cobijas llenándose de lágrimas y de mocos hasta que mamá le dio una palmada y se fue a acostar. A las 6 a.m. (los lecheros siempre llegan a esa hora) los gritos desgarradores del niño hicieron levantar a toda la familia. Cuando lo sacaron de la cuna, su pierna derecha era una papilla sanguinolenta y solamente hasta las 9 a.m., con ayuda del lechero y la policía, pudieron sacar muerta a tiros, una rata sarnosa y de cola enorme y repugnante, del tamaño de un cerdo cebado.
Nació en Bogotá, en 1947. Hacía dos años había ganado el premio Enka de literatura (1979) con su libro Los amigos del hombre. Este cuento fue tomado de Cuentos para tiempos poco divertidos, libro publicado el año anterior al Ekuóreo 16 y ganador de un concurso en la Universidad del Tolima en 1977. Allí figura otro cuento breve, “La muñeca olvidada”, que estuvo en la baraja de la escogencia:
«La niña jugaba a solas a la mamá con la muñeca en esa edad en que perder el tiempo en los juegos no es ningún pecado que disminuya la producción nacional. Todos los días la tomaba en sus brazos y le daba teterito y cucharaditas de sopa por papá que está en la oficina por los hermanitos en el colegio por esto y por lo otro, por las miles de variantes razones para tomar sopita. Como es de suponer, la muñequita estaba lozana: cachetes rosados, ojos de lucero, labios de arrebol, etc. Un día la niña empezó a pensar diferente, le pareció cursi el tal jueguito, fue a fiestas, se enamoró, se hizo una mujercita y el día del primer brasier ya ni sabía de la muñequita. Siendo universitaria se puso a escarbar en el baúl donde su infancia estaba archivada: patines oxidados, monopolios incompletos, etc., y en el fondo del cajón vio algo que le hizo retraer el rostro en una mueca de asco: un pequeño esqueleto con el cráneo blanco, salpicado de mechones amarillos, marchitos, olorosos a moho y tumba. Unas lágrimas corrieron por sus mejillas (para qué vamos a negarlo) cuando comprendió que la muñequita había muerto de hambre».
Que conste: este relato es quince años anterior a la saga de Toy story, donde la idea repite. Celso estuvo cautivado por la veterinaria, carrera que culminó, pero afortunadamente se ha dedicado a las artes plásticas y a la literatura. Además de los concursos mencionados, ha ganado el primer premio en el concurso de cuento «90 años de El Espectador» (1978), con el libro Mejor en la montaña, Amadeo; el Premio Aclij (1988), con el libro Las cosas de la casa.
Amor perenne
Ricardo Fuentes Z.
El amante relojero dio muerte a su amada enloquecido por los celos. Comprendiendo que no podía vivir sin ella, incineró su cuerpo y con sus cenizas se hizo un magnífico reloj de arena...
Tomado de la revista El cuento, de Edmundo Valadés en México. Para nosotros, este minicuento le daba vuelta al lema según el cual el asesino vuelve a la escena de los hechos. Aquí, el cuerpo del delito insiste en quedarse en la escena. El hombre tenía celos, pero no discutía el hecho de que ella marcaba su tiempo; con lo que su nuevo formato cumplía ya no sólo de manera metafórica esa función.
Luego vendría el minicuento de Wilson Rodríguez, uno de los colaboradores de Barcalebrio. También teníamos de él otro cuento, “Psicología”, que dice así:
«El austero Lucas Viteri, catedrático de la Universidad de Milán, sigilosamente descubrió que sus alumnos, en los asuetos, inconscientemente conocían todo el programa».
Estas muestras de su trabajo nos llegaron a través de Javier Navarro, amigo de Wilson.
El antólogo
Wilson Rodríguez G.
Separó una silla lustrosa y entonces dijo:
—Voy a hacerme aquí, pero conste que ya estoy hecho. Léame su cuento, a ver...
Este cuento fue publicado por primera vez en Ekuóreo 16. Para nosotros, tenía relación con un tema recurrente en la literatura: la “inmaterialidad” que ella no sólo usa como soporte, sino que además promueve en aquellos que la usan; o lo contrario, esa materialidad que promueve en aquellos virtuales que usa como soporte. Woody Allen ha exacerbado este segundo sentido, no sólo en el cine (La rosa púrpura del Cairo, 1985), sino también en la literatura. Por ejemplo, de “Dios, una comedia”, en el libro Sin plumas, delimitamos el siguiente fragmento, que también formaba parte de nuestra antología privada:
«Hombre: ¿Qué os pasa a todos? ¡Una chica tan hermosa como esa! ¿No hay ningún hombre con sangre en las venas aquí? Sois todos un hatajo de neoyorkinos, izquierdistas, judíos, intelectuales, comunistas, liberales....
»(Lorenzo Miller sale de entre bastidores. Lleva traje de calle).
»Lorenzo: ¡Siéntese! ¿Quiere sentarse?
»Hombre: Está bien, está bien.
»Autor: ¿Quién eres tú?
»Lorenzo: Lorenzo Miller. Este público es creación mía. Soy escritor.
»Autor: ¿Qué quiere decir?
»Lorenzo: Yo escribí que un numeroso grupo de personas de Brooklyn, Queens, Manhatan y Long Island van al Golden Theater para ver una obra. Y ahí están.
»Doris (Señalando al público): ¿Quieres decir que son ficticios también? (Lorenzo asiente). ¿No son libres de hacer lo que les venga en gana?
»Lorenzo: Ellos creen que lo son, pero siempre hacen lo que está previsto.
»Mujer (De pronto una Mujer se levanta del público, muy enojada): ¡Yo no soy ficticia!
»Lorenzo: Lo siento, señora, pero así es.
»Mujer: Pero si tengo un hijo en la escuela de comercio de Harvard.
»Lorenzo: Su hijo es creación mía, es ficticio. Y no es que sea sólo ficticio, es homosexual.
»Hombre: Ya le enseñaré yo lo ficticio que soy. Voy a salir de este teatro y hacer que me devuelvan el dinero. Esta obra es una estupidez. De hecho, no es una obra. Cuando voy al teatro, quiero ver algo que tenga argumento —con un principio, un centro y un final— y no esta mierda. Buenas noches.
»(Sale enojado por un pasillo).
»Lorenzo (Al público): No es un personaje muy bueno. Lo he escrito muy irritable. Más tarde se siente culpable y se pega un tiro. (Suena una detonación). ¡Más tarde!
»Hombre (Vuelve a entrar con una pistola humeante): Lo siento, ¿he disparado demasiado pronto?».
Luego, contorneando la figura que no era como las otras y que los lectores debían adivinar, volvería a aparecer Andrés Elías Flórez (ya habíamos publicado de él en el Nº 2).
Agüero
Andrés Elías Flórez Brum
Nadie pudo negar que los presentimientos de Félix Rueda no fueran ciertos. Porque, según relató, siempre que el bus iba llegando al puente, alguien le decía mentalmente que al pasar sobre éste se volcaría.
En efecto: el puente se derrumbaba y los heridos eran trasladados a hospitales y puestos de salud de las localidades cercanas. Aquel presagio se hizo realidad en muchísimas ocasiones. Docenas de fracturados y, a veces, más de tres muertos.
Entonces decidió que cuando la voz le decía: «En el puente te estrellarás. En el puente te estrellarás. En el puente te estrellarás», frenaba, hacía bajar a los pasajeros, pasaban a pie y luego empujaban el vehículo hasta el otro lado. Pero después del último accidente, cuando los muertos no fueron tres sino todos los ocupantes de la flota, el gobierno determinó construir el puente de concreto.
Cedido por el autor para Ekuóreo. En 1999, la editorial Magisterio le publicó un libro compuesto íntegramente de minicuentos: Viñetas de amor y de vida, que fue galardonado como el mejor libro de cuentos, según la Cámara Colombiana del Libro, en la XIII Feria Internacional del Libro (Bogotá, 2000). En relación con la palabra “viñeta”, que forma parte del título, y a propósito del estatuto del minicuento, oigamos las palabras de Cristo Figueroa en la contratapa del libro: «Si bien los textos no constituyen estampas, ni recuadros, ni ilustraciones, en el sentido estricto de la viñeta, sí están concebidos por una voluntad de concentración y brevedad, lograda a través de la rapidez y de la exactitud, rasgos cercanos a dos de las célebres propuestas de Italo Calvino».
Un cuento
Armando Fuentes Aguirre
Después de largos días de paciencia, logró armar un barquito de esos que se forman pieza por pieza dentro de una botella.
Cerró la botella con un corcho y la puso en la sala de su casa, sobre la chimenea. Allí la mostraba orgullosamente a sus amigos.
Un día, viendo el barquito, notó que una de sus pequeñas ventanas se había abierto, y a través de ella observó algo que lo dejó asombrado: en una sala como la suya, estaba otra botella igual a la suya, pero más pequeña, con otro barquito adentro como el suyo. Y la botella estaba siendo mostrada a sus amigos por un hombrecito diminuto que no parecía sufrir nada por el hecho de estar dentro de una botella.
Sacó el tapón y con unas pinzas cogió al hombrecito, pero lo apretó de tal manera que lo ahogó.
Entonces el hombre escuchó un ruido. Volvió la vista y descubrió asustado que una de las ventanas de la sala se había abierto. Un ojo enorme lo atisbaba desde fuera. Lo último que alcanzó a mirar fue unas enormes pinzas que avanzaban hacia él como las fauces de un animal monstruoso.
Este escritor y periodista nació en Saltillo, Estado de Coahuila, México, en 1938. Es cronista oficial de su ciudad natal, escribe en más de 150 diarios a escala mundial y es maestro en lengua y literatura, así como en pedagogía.
Este cuento del mexicano Fuentes Aguirre fue tomado de la revista El cuento Edmundo Valadés. Se trata de una idea recurrente. Se la encuentra, incluso entre personas que no practican la literatura. Así, es atribuido al físico cuántico Werner Heisenberg el siguiente relato con el que supuestamente bromeaba entre sus colegas: «El átomo es un sistema planetario a escala reducida. En los planetas de ese sistema, los electrones, viven seres muy pequeños que construyen casas, plantan huertos, hacen física atómica y al final llegan también a la tesis de que sus átomos son sistemas planetarios en pequeño, y así ad infinitum». Este era uno de esos cuentos curiosos en nuestro archivo.
Siempre pensamos que cuando el personaje se dio cuenta de que ocupaba un lugar en una cadena infinita hacia lo micro y hacia lo macro (Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza / De polvo y tiempo y sueño y agonías?), asunto que rompe la rutina y da lugar al relato, debió sentir sobre sí unas pinzas, al tiempo que las aplicaba al hombrecito. Tal vez la no isocronía permita armar el relato: de ser perfecto, tal vez no sería narrable.
Armando Fuentes Aguirre trae todos los días, en su columna “Mirador” del Diario de Yucatán, relatos cortos que se mueven entre las historias del pobre ciudadano Pérez frente a la burocracia, las historias de la creación del mundo, pequeñas crónicas y minicuentos. Para la muestra, “Los barcos son árboles que se van”, de mayo 1 de 2008:
«Éste era un barco que encalló en la isla. Después de navegar por todo el mar de este mundo —los hombres dicen que son siete, pero es sólo uno—, aquel barco fue a quedar quieto en la playa, al lado de las palmeras femeninas y de los sándalos que perfuman con sólo que alguien diga su nombre en un lado.
»Y sucedió una cosa: al barco le gustó la tierra. Sus maderas empezaron a echar raíces y bien pronto brotaron hojas de los mástiles. Sus jarcias se cubrieron de extrañas flores y de raros frutos que nadie jamás había mirado, pero cuya belleza era inefable, como inefable también era su dulzor».
El castigo
Jacques Sternberg
Aquí los delitos son muchos pero el castigo es único, siempre idéntico.
Se coloca al condenado ante un túnel interminable, entre los rieles de una vía férrea. A partir de ese momento el condenado sabe lo que le espera. Huye, porque no tiene más que esa oportunidad. Alucinación, porque el túnel no tiene fin.
El condenado corre hasta perder el aliento y después la vida.
Sin embargo, se puede afirmar que nunca tren alguno fue lanzado por esa vía.
Este autor belga es citado en las antologías de literatura fantástica. En este caso, el texto es tomado de la revista El cuento. Es exactamente un cuento antípoda de aquel de Kostas Axelos que reprodujimos en Ekuóreo 5, en el que hay verdugo y se trata de suavizar la ejecución; aquí no hay verdugo —que no sea el mismo condenado— y la ejecución resulta cruel.
El negador de milagros
Citado por Herbert Allen Giles
Chu Fu Tze, negador de milagros, había muerto; lo velaba su yerno. Al amanecer, el ataúd se elevó y quedó suspendido en el aire, a dos cuartas del suelo. El piadoso yerno se horrorizó. «Oh, venerado suegro», suplicó. «No destruyas mi fe de que son imposibles los milagros». El ataúd, entonces, descendió lentamente, y el yerno recuperó la fe.
Tomado de Antología de la literatura fantástica (Borges-Ocampo-Casares). En la revista sólo hubo cuatro menciones a las fuentes de donde fueron tomados los textos. En este caso fue la única vez que se usó la expresión “tomado de”.
El asunto que este hermoso minicuento trata es como la anécdota que circula sobre un premio Nobel de física: alguien que lo visitaba se mostró sorprendido de que el famoso científico tuviera un talismán; el físico le aclaró que, efectivamente, él no creía en supersticiones, ni más faltaba, pero que le habían explicado que aquel amuleto les funcionaba aún a los que no creían en esas cosas. Son variaciones al tema de que brujas no hay, pero que las hay, las hay.
Un rey llamado “el oscuro”
William Calé
A un antiguo rey se le llamó El Oscuro porque la corona, que le quedaba grande, le hacía sombra sobre su noble cabeza. Al poco tiempo de haber subido al trono, se volvió un hombre contemplativo: sus ojos, estrellados de luces, estaban como perdidos en lejanas tierras; daba la impresión de pensar en cosas más allá del tiempo y espacio de los mortales. Decía que le llegaban las voces de sus antepasados y que se sentía predestinado para cambiar su reino. Decidió abdicar transitoriamente y llamarse Nadie en el entredicho, mientras encontraba la iluminación que le diera claridad en su existencia y así ser, por la revelación, un sabio maestro que supiera regir con cabalidad el destino de su pueblo, sin llegar a ser cultor de ángeles, de extraterrenos, de héroes o de superhombres, como lo habían sido los anteriores monarcas de su dinastía.
Cuando volvió a reinar, lo hizo solazado desde su aristocrático solar. No obstante, pasó a la historia —que nada perdona— como El Oscuro, pese a que tuvo la precaución de mandar a hacer una corona más pequeña, sin prever que algún día perdería el reino y acabaría su vida como un oscuro mortal más.
Este relato fue publicado por única vez en Ekuóreo 16. A este hombre de ascendencia alemana el universo no le iba bien; no era de su talla. Anotaba y anotaba. En la ‘mesa redonda’ de Gustavo Moreno, donde se hablaba y se escribía por igual, dio a conocer un libro inédito, mecanografiado por él: Apocalipsis tecnológico; de ahí tomamos el texto. Dudábamos si poner más bien el texto “Creador”, que dice:
«Entre las estaciones de la naturaleza, los períodos de las edades y los ciclos cósmicos, alguien quiere mirar y escuchar al Creador, y se pregunta: ¿Dónde está el milenario originador del universo, la vida y la humanidad? Y la respuesta es tan infinita como la totalidad de su Obra, en el tiempo y en el espacio». Principio filosófico riguroso hasta la exacerbación, y que podemos apreciar, esta vez con un tono irónico, en el razonamiento que Borges le achaca a Hume: «Dios no puede pensar, porque es omnisciente; no puede moverse, porque está en todas partes; no puede actuar porque es todopoderoso».
Le endilgábamos al minicuento esta característica de empujar al límite.