EKUÓREO
  Ekuóreo 5
 

El quinto número

      Es el último número hecho solamente con la técnica de la máquina de escribir manual. Como el máster electrostático, requerido para la reproducción en offset, se obtenía mediante una especie de fotocopia, se podían superponer recortes y, antes de “quemar” el máster, se le borraban los indicios del montaje. Habían usado distintas máquinas manuales (como en el número 3) o la fotocopia de un texto previamente “levantado” (como en el anexo 1). Los títulos a partir de entonces se hacían con letra-set. En este quinto número se usaron textos a máquina y la fotocopia de un poema, sacada de una revista. Las ilustraciones fueron tomadas del libro Memorias de un fumador de opio, de Jean Cocteau; se trata de sus propios dibujos hechos bajo el efecto del opio.

     A “Cali, segunda quincena de mayo”, le aparece un dato extra: A.A. 8423, que era el Apartado Aéreo de Kremer.

     El relato con el que se inicia —publicado aquí por primera vez— es de Gabriel Alzate, para entonces profesor de secundaria, en tanto licenciado en letras de la Universidad del Valle. Gabriel nació en Medellín, en 1951, pero vive en Cali desde 1974. Y le quedaron gustando los minicuentos: en 2003 la Universidad de Antioquia publicó Piedras en la boca, donde la mitad de los relatos son de menos de una página... todos excelentes.

La fuga
Gabriel Jaime Alzate

     Un hombre decide huir. Se ha despertado un día cualquiera con la sensación de tener que huir. Sin embargo, no tiene qué temer: nadie lo acosa, no tiene enemigos —al menos en apariencia—, no sabe del desespero de las deudas. Afectos, de tenerlos, son conservables o, al menos, corren esa posibilidad. Sin embargo, siente la necesidad de huir. Se pregunta por qué ese impulso en él, por qué esa tendencia desesperante, compulsiva, tenaz. Piensa, vuelve sobre sus pensamientos continuamente: ha de huir. Es la única salida. Tiene que huir. Pero, ¿de qué?, ¿a dónde?, ¿cómo? Y en última instancia, ¿por qué huir?
     Desesperado, acaso sin otra alternativa, inclina la cabeza contra los barrotes y llora.


     Luego viene un relato de Fabio Jurado (Buga, 1954), compañero de la universidad que iba unos semestres más adelante que ellos. Su afición por la prosa y la poesía (por esa época publicaba en los dos géneros) fue cediendo ante su escritura en la parte teórica de la literatura. “Los dos sables” da testimonio, entonces, de una faceta de Fabio por la que no se lo conoce hoy, cuando detenta una copiosa producción teórica. Por aquel entonces creó la revista PUCIC en la que se recopilaba fundamentalmente ensayo. Este cuento fue publicado por primera vez en Ekuóreo 5. Quien quiera conocer su poesía, vaya, por ejemplo, a la revista Rosa blindada. Luego, desde México —a donde fue a hacer su maestría— les envió en 1983 Los cuentos de ‘El cuento’, de Edmundo Valadés (México: UNAM, 1983). El libro es una antología de relatos publicados en la revista El cuento; de ahí comenzaron a formar parte del archivo de minicuentos de la revista: “Estimada Greta Garbo”, de William Saroyan, y “Exhortación a los cocodrilos”, de Han-Yu.
     En la dedicatoria, Fabio los llamaba “juglares del minicuento” (hay gente exagerada) y agregaba un poema-cuento: «También he amado las piedras/las colecciono/cada día juego con ellas/las gozo/por sus sonidos en el cristal al quebrarse».

Los dos sables
Fabio Jurado Valencia

     El sultán, con su sable corto y corvo, subía presuroso los escalones que lo conducirían a la alcoba conyugal. Al detenerse en el alféizar respiró hondamente y una lágrima rodó hasta los suaves vellos de su bigote gris. El anuncio de la sibila lo había inquietado. Un hombre con su parecido, su mismo porte... Abrió con violencia la puerta y alumbró con sus ojos toda la extensión del cuarto hasta estrellarse con dos figuras prosopopéyicas que adornaban la cama de madera. De improviso se vio a sí mismo abrazado a ella. Le vino el alma al cuerpo. Era su hijo. «Gracias, Alá», dijo y después se sentó a llorar. La llegada del alfaquí fue innecesaria.


     Este cuento fue tomado de Ekuóreo para el número especial de la RIB dedicado al microrrelato (1996). Al diagramarlo, descubrieron lo que era alinear un texto solamente al lado izquierdo, sin importar que el margen derecho fuera desigual; cosa que sólo aparecería como una opción válida a partir del número 9.
     Antonio Zibara (Cali, 1945), poeta empedernido de la ciudad de Cali, de vez en cuando les lanzaba unas indirectas sobre la ausencia de poesía en Ekuóreo. Ellos argumentaron que la poesía no requería forzosamente el verso para existir y que revistas de poesía había tantas que Giovanni Papini había ideado incluso la posibilidad de prohibirlas. Esto no lo disuadía y fue tal su insistencia, que de la revista Puesto de combate No. 20 (1980), de su amigo Milciades Arévalo (editada en Bogotá), tomaron el poema “Yo”, con todo y la diagramación que le había hecho aquella publicación.

Yo
Antonio Zibara

Frente al espejo
Siempre he creído
Que soy otro.
También cuando oigo voces
Que me llaman
Por mi nombre


     Antonio era del equipo de la revista Aqua ardens. El mismo año, este poema saldría en su libro Identidad secreta (no figuran allí datos de editorial). Les parecía que en él relumbraba algo que sabían en el corazón de un buen minicuento. 
     En El lenguaje y los problemas del conocimiento (Buenos Aires: Rodolfo Alonso Editor, 1971 [1962 en francés]), texto de lectura en la universidad, encontraron con sorpresa 12 relatos breves del griego Kostas Axelos. El artículo tiene el rimbombante nombre de “Cuentos filo-sóficos (onto-teo-mito-gnoseo-psico-socio-tecno-escato-lógicos)”. Entre ellos, para este número escogieron “La muerte” (más adelante publicarían otro).

La muerte
Kostas Axelos

Una vez un mandarín chino propuso esta medida al gobernador de una provincia, quien no tardó en adoptarla. En el momento en que la víctima debía posar la cabeza sobre el taco para que el verdugo se la pudiese cortar, un caballero engalanado llegaba al galope y exclamaba: ¡Deteneos! ¡El Sire ha concedido su gracia al condenado a muerte! En ese instante de euforia suprema, el verdugo cortaba la cabeza del feliz mortal.


     Les encantaba la posibilidad de una dimensión ética a la hora de matar, propia solamente de los orientales. Algo que tenía una vibración de frecuencia similar a la idea de El asesinato como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey: una dimensión, esta vez estética, a la hora de matar. Del texto de Quincey adaptaron la historia del intento de asesinato a Descartes (que él escribe Des Cartes) al formato de minicuento y, aunque no lo publicaron en Ekuóeo, sí engrosó el archivo.
     Este número lo culmina el cuento “En cualquier calle”, de Julio Suárez; publicado por primera vez en Ekuóreo 5.

En cualquier calle
Julio Suárez

     Fue cuando se quedó mirándome... se detuvo, y se quedó mirándome. (En este momento advertí mejor su presencia, y no sé si también él la mía). Me miraba intensamente. Pero era una mirada intensa que perdía brillo, que se nublaba, a medida que caía. Finalmente se despaturró, primero tenso y después convulso, inyectado de una rara y eléctrica energía.
     En segundos me veo rodeado, próximo al hombre, y luego dentro del grueso círculo de los otros, de los que se acercaron: estoy encerrado entre murmullos. Una tenaz angustia sube al corazón, me recorre la médula espinal, obnubila mi cerebro. Entonces comienzo a caer (: cada vez más insoportable el rigor en las facciones, las coyunturas soldadas, el amoratamiento de los labios y las orejas, la imprecisión de los contornos:) en esta angustia que me recuerda la muerte de mi padre. Pensé que la muerte quería contagiarme de sus humos. Quise salir de donde estaba, inútilmente: lo más que uno puede hacer en semejantes casos, es dejar que todo se cumpla, que sea lo que ha de ser.
     Sin embargo, no pude hacer nada. Además que no quise. Pues la epilepsia que sentenció quien estaba más próximo al hombre derrumbado, corroboró mis oscuras sospechas acerca de aquel individuo, ahora fláccido: padecía el mismo mal que acabó con su padre. Fue cuando dejé de mirarlo: me era cada vez más insoportable el rigor de las facciones y el amoratamiento de sus labios. Entonces recomencé mis pasos.


     A Julio le publicaban en la revista El papagayo de cristal (editada en Bogotá) y era del combo de la revista Barcalebrio.
 

 
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