EKUÓREO
  Ekuóreo 2
 

El marquito rococó

     Para el segundo número, como se sabían embarcados en otra cosa, utilizaron papel “manila” (no parece ser universal esta denominación, debida quizá al color de las manilas que antes envolvían los paquetes de correo), un poco más ancho que el tamaño oficio. Pusieron el subtítulo “Revista de minicuentos”. Y como lema, esta vez bajo el título, volvieron a incurrir en aquel “Con este órgano, ¿para qué grupo?”. Afortunadamente, de ahí no prosperó más.

     Pero, ¿era eso una revista? Buscaron y la ambigüedad de las definiciones de diccionario esta vez fue favorable. Nada impedía llamarle así, pues “técnicamente” era una revista: periodicidad y abordaje de uno o varios temas; la definición no dice que para ser revista una publicación requiera utilizar un número mínimo de páginas. Entonces, bautizada: «Ekuóreo. Revista de minicuentos».

     Con semejante nombre, siendo ya revista —siempre lo creyeron con sinceridad—, ya no servía un cabezote seguramente muy trabajado, pero por una persona que de eso ni mu (EM). Édgar Collazos, que además de imitar muy bien al cantante argentino Leonardo Fabio admiró el primer número, se ofreció a embellecer la revista; a él se debe, entonces, el marquito rococó del segundo número que nunca volvieron a poner y que, desafortunadamente, no pueden borrar de la historia. Quien imprimía la revista, Javier Cardona, habló con Ómar Ramírez, un muchacho que tal vez cursaba secundaria todavía, y que hacía “artes” para los impresos que producía Javier en el “Taller gráfico”, que era como se llamaba su imprenta. Entonces, Ómar hizo un cabezote decente, así como las ilustraciones de ese número, hechas a propósito de los cuentos (cosa que sucedería solamente dos veces).

     Javier Cardona era un ex-estudiante de literatura, de manera que tenía para con la revista su romance (galicismo por “novela”); por eso esperaba a que la vendieran para recibir su paga.

     Este número, de nuevo, no registra fecha de aparición. Se publica ahí, por primera vez, “Las sobrevivientes”, de Walter Ararat (Buga, 1954), quien para ese entonces firmaba como “waco” en la revista Barcalebrio (editada en Cali) que hacía con otros escritores, donde se publicaban relatos, poesías y crítica literaria.

Las sobrevivientes
Walter Ararat

     El gigantesco hombre apareció de repente en el patio. Nos habíamos reunido para celebrar la fiesta de despedida de Angélica, quien había completado el ciclo necesario de aprendizaje en grupo. Estábamos comiendo un delicioso pan con chocolate cuando él corrió con grandes pasos y, sin aviso previo, cogió a puntapiés a la homenajeada, dejándola con sus tripas afuera sobre el piso. Nosotras pudimos escapar porque nos metimos en un tarro lleno de basura; allí estuvimos encerradas hasta que sentimos que el hombre se marchó. No tuvimos el valor para volver hasta donde quedó agónica la desventurada Angélica. Por miedo, permanecimos encerradas en el escondite. Súbitamente oímos el ruido de un motor en marcha, y dos hombres pujando levantaron el tarro. Lo vaciaron en el fondo del camión recolector. Huímos y así pudimos llegar hasta esta cueva, en busca de refugio.
     Señora, es necesario defendernos de nuestros enemigos; sabemos que nos odian pero nos temen; ¿estamos condenadas a morir bajo sus pisadas de animal grande? ¿Qué dice?, ¿nos permitirán vivir aquí con ustedes?
     La cucaracha desplegó sus alas y frotó sus patas delanteras, queriendo decir que las aceptaban. Las dos cucarachitas penetraron en la cueva.

 

     Mientras el narrador no despliega su clave (como su cucaracha al final las alas), se juega con una interpretación incierta: ¿de quién se trata? Pero el dibujo —hecho con una modelo de verdad a la que no hubo que sacarle las tripas— desde el principio delata lo que el narrador se está guardando para el final. De ahí en adelante intentaron no volver a ilustrar los cuentos como si se tratara de hacer una síntesis o una alusión a su contenido (al menos no tan directa). Más bien se buscaron ilustraciones independientes, que merecieran atención especial, que una opción también fuera leer las ilustraciones y ver los textos, tomarlos como una pictografía que acompaña a los dibujos, no decodificarlos (como se decía para ese entonces, en jerga estructuralista mal traducida del francés).

     Después de haber metido a Kafka en el primer número, no podían rebajar la altura, de manera que acordaron introducir cada vez un autor “clásico”; así solían denominarlo, aunque en realidad se trataba más bien de “consagrado”. Esta vez, entonces, pusieron a Cortázar. 

Destino de las explicaciones
Julio Cortázar

     En algún lugar debe haber un basural donde están amontonadas las explicaciones.
     Una sola cosa inquieta en este justo panorama: lo que pueda ocurrir el día en que alguien consiga explicar también el basural.


Amor 77
Julio Cortázar

     Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.

 

     La presencia de estos dos relatos de Cortázar —que cierran la primera página— no tiene que ver con el hecho de ser, como se dice, “representativos” del escritor argentino. Para ellos, Cortázar era en gran medida un escritor de minicuentos: esa era más o menos la estructura de libros completos suyos como Historias de cronopios y de famas (Buenos Aires: Minotauro, 1962), La vuelta al día en ochenta mundos (México: Siglo XXI, 1967), o Último round, (México: Siglo XXI, 1969). Habían introducido esos dos relatos por otra razón: acababa de salir Un tal Lucas (Madrid: Alfaguara, 1979), acababan de leerlo, todavía estaban emocionados. Todo el libro está constituído de relatos breves, la mayoría de una página, una página y media; los escogidos eran los más cortos de todo el libro, pero tal vez los más lejanos del relato. El primero de ellos, lo sabían, era una especie de consigna de mayo del 68; el segundo tenía que ver con un poema suyo, aparecido en Último round.
     De los libros citados se podrían enumerar minicuentos estupendos, como “Historia”, aparecido en Historias de cronopios y de famas Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de la calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta»); o el de las gallinas inteligentes de La vuelta al día en ochenta mundos (“Por escrito gallina una”) que no obstante tienen ciertas limitaciones sintácticas; o el de “La inmiscusión terrupta”, aparecido en Último round, que usa palabras inventadas, como ya había hecho en Rayuela (1968), en el capítulo 68, que también constituye por sí mismo un minicuento: «Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que el procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias».

     Les encantaba Cortázar, lo consideraban uno de los más firmes impulsores del minicuento en lengua castellana; pero es que en la revista también estaban dando cuenta de sus lecturas.

     En la segunda página de este número 2 publicaron “La carrera”, de Andrés Elías Flórez Brum (Sahagún, 1950). Licenciado en filología e idiomas, fue co-fundador del taller literario Contracartel de Bogotá. El relato fue tomado de los artes finales de su libro de cuentos Los perseguidos, que saldría en mayo de 1980, en ediciones Puesto de combate. 


La carrera
Andrés E. Flórez Brum

     El hombre empezó a correr por toda la calle y de pronto se detuvo para tratar de recordar hacia dónde corría; así que sin lograrlo siguió corriendo; durante toda su juventud no había dejado de correr; corría cuando salía del baño, corría cuando salía del colegio, corría cuando salía de cine, corría cuando salía del café y corría cuando entraba al baño, corría cuando entraba al colegio, corría cuando entraba al cine, corría cuando entraba al café; pero cuando llegó la hora del matrimonio y se encargó del hogar parecía que iba a dejar de correr; no obstante siguió corriendo; corría como huyendo de algo; de algo que le pisaba los talones; era como su propia sombra; el hombre corría cuando caminaba por la avenida, corría cuando doblaba por la esquina; corría cuando iba a tomar el bus y cuando lo tomaba se bajaba precipitadamente antes de llegar a su destino porque le parecía que corriendo llegaría primero; el hombre corría, corría, corría; llegaba al banco, llegaba al almacén, llegaba al supermercado, llegaba a la farmacia, llegaba al puesto de periódicos y volvía a correr para llegar a su casa; corría para realizar lo que no había realizado y corría cuando había realizado lo que deseaba realizar; corría con un propósito definido y corría sin un propósito por definir; corría cuando pensaba llegar primero que la mañana, corría cuando pensaba llegar primero que el mediodía, corría cuando pensaba llegar primero que la tarde, corría cuando pensaba llegar primero que la noche y volvía a correr cuando quería alcanzar la noche, la tarde, el mediodía y la mañana; corría a la salida de la casa, en la calle, en la carrera, en el ascensor, en el trabajo y al salir del ascensor, al tomar la carrera, la calle y al entrar a casa; corría para andar más a prisa; corría para llegar a tiempo a la oficina y corría para salir pronto de ella; corría para que el tiempo rindiera y corría para acabar con el tiempo; corría para que dieran las ocho y corría cuando pasaban las ocho; corría para acabar con la soledad y la angustia, y corría para que no llegara la soledad y la angustia; la vida le había alcanzado poco para correr; de manera que cuando presintió la muerte alcanzó rápidamente el ataúd que un día había traído corriendo a su casa previendo que no le alcanzaría el tiempo para esto y se acomodó dentro del cajón y antes de bajar la tapa y de morirse, le dijo a sus hijos que lo llevaran corriendo al cementerio; pero cuando salieron corriendo con el cadáver por toda la calle tuvieron que dejarlo a medio camino porque ya se había podrido.

 

     La raíz de “correr” aparece 46 veces, y eso no desdice del cuento, que constituía, para ellos, una demostración en los hechos de que las recomendaciones para escribir —entre las que se encuentran la eliminación de las repeticiones— suelen ser absurdas, y que hay que referirse a los textos uno por uno. Claro que eso también podría servir de disculpa: sin canon, nadie escribe mal... ni bien. Pero es que habían hecho suyo el ensayo que, al respecto, había producido ese maestro de la escritura que fue Borges: “La supersticiosa ética del lector” [1930] (en Discusión, 1932), según el cual la incapacidad de atraer con la escritura ha producido una “superstición del estilo”, consistente en valorar las habilidades aparentes del escritor y no la eficacia de una página; por ejemplo: «oyeron que la cercana repetición de unas sílabas es cacofónica y simularán que en prosa les duele, aunque en verso les agencie un gusto especial, pienso que simulado también». Borges les enseñó en este artículo que la simple brevedad no puede definir al minicuento, al menos al buen minicuento —que tiene que ser buena literatura—, que «decir de más una cosa es tan de inhábiles como no decirla del todo, y que la descuidada generalización e intensificación es una pobreza y que así la siente el lector» [p.204]. Recuérdese que el refrán dice: «lo bueno, si breve, dos veces bueno», de manera que, para ellos, el minicuento primero tenía que ser bueno y, después, breve. Esto hace muy difícil su definición que, por el nombre (“minicuento”), parecería privilegiar la extensión.
      En este número de Ekuóreo, de nuevo todos los textos fueron justificados manualmente, contorneando en su momento los dibujos.
 
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