EKUÓREO
  Ekuóreo 7
 

El componedor

      Algunos no soportaban que algo tan feo pudiera llamarse revista... pero les encantaba. Así, la gente de la editorial Otra Vuelta de Tuerca (que publicaba la revista Inventario, de “arte y cultura”, que duró un par de números) y que admiraba esta publicación se ofreció —a cambio de que los mencionáramos— a diagramarla en compóser. El compóser era una maravilla de la tecnología contemporánea que nos dejó no sólo agradecidos, sino también boquiabiertos. En este período yo no vi el aparato, que reposaba en un cuarto secreto y custodiado de las oficinas de la editorial; era algo que sustituía la máquina de escribir, algo que entregaba unos originales como los de los libros. ¡Era el instrumento con el que se hacían libros después de las famosas “galeras”! La llamada “autoedición” vendría siglos después.
     Pese a estar codeándonos con hacedores de libros, nadie sugirió poner la fecha completa; seguíamos con “Primera quincena de julio. Cali, Colombia. Apartado Aéreo 8423”. La publicidad, eso sí, estaba enmarcada de manera bastante vistosa.
      Habíamos decidido que el número fuera temático, con el argumento de los vampiros. Esta vez no usamos letra-set, pues la máquina arrojaba títulos y nombres de pareja dignidad con los textos. En el haz, pegamos una ilustración del libro Historias fantásticas No. 1, de la publicación mensual Duende, editorial Mosaico de México (1977), que tenía el tierno propósito de «dar a conocer a entusiastas del género y público en general las más terribles, apasionantes y fantásticas narraciones creadas por la mente humana [...] de adentrarse en todo aquello que forma parte de lo preternatural, de la hechicería maligna, de la brujería, del satanismo, del vampirismo y de cuantas monstruosidades rodean al hombre o son inherentes a él» (pág. 7). La ilustración está firmada por un tal Guido, pero el texto no ofrece más datos. En el envés, reprodujimos la contracarátula de Drácula, en la edición de Plaza&Janés, que incluía un pequeño texto alusivo al tema, lo que para nosotros se constituía en un valor agregado.
     El primer cuento fue de un joven que se había suicidado hacía un par de años y cuyo talento ya disfrutábamos en una literatura más bien juvenil. El texto fue tomado de la revista Ojo al cine.
Destinito fatal
Andrés Caicedo
     A un hombrecito le gusta el cine y llega y funda un cine club y lo primero que hace es programar un ciclo larguísimo de películas de vampiros, desde Murnau y Dreyer hasta Fisher y este film que vio hace poco de Dan Curtis. Al principio hay mucha acogida y todo, el teatro se llena. Pero semana tras semana va bajando la audiencia. Como se sabe, el público cineclubista está compuesto en su mayoría por gente despistada que acude a ver acá “el cine de calidad” que no puede ver en los teatros cuando éstos sólo exhiben vaqueros y espías; imbéciles que abuchean una película de John Ford con John Wayne «porque el ejército de EE. UU. siempre mata muchos indios», que le dicen imbécil a Jerry Lewis. Esa gente cómo le va a coger la onda a los vampiros, no falta por allí uno que insulte al hombrecito del cine club por estar exhibiendo cosas de éstas cuando los estudiantes luchan en las calles, gente que únicamente sueña de noche y que siempre duerme bien y al otro día se despiertan y pueden hablar de amor, de papitas, de viajes, de política y cuando llegue la noche se ponen a soñar de lo mismo que han hablado durante todo el día. Pues bien, el hombrecito de nuestra historia comenzó a perder grandes cantidades de dinero, porque ya al final no iban más de l0 personas a sus películas de vampiros, 9, 8, 7, 6, 5, los últimos 4 empezaron a conversar, a contarse recuerdos, pasó el tiempo y uno de ellos se mudó a otra ciudad, otro amaneció un día muerto, uno se graduó de arquitecto y nunca más se lo volvió a ver por estas tierras.
     El hecho es que el sábado 29 de septiembre de l97l el hombrecito encontró, al ir a introducir el último film del ciclo, que no había más que un espectador en la sala, allá detrás, en un rincón, mitad luz y mitad sombra.
     El hombrecito iba a empezar a hablar de la película que amaba tanto, pero el Conde se paró de su butaca y le sonrió, y el hombrecito tuvo que bajar los ojos.

     «Amor y papitas». Las listas caóticas que Borges había sublimado y que, con los años, nos dimos cuenta que formaban parte de todas las clasificaciones humanas; Borges dice que cierta Enciclopedia china clasifica a los animales en: a) Pertenecientes al emperador, b) Embalsamados, c) Amaestrados, d) Lechones, e) Sirenas, f) Fabulosos, g) Perros sueltos, h) Incluídos en esta clasificación, i) Que se agitan como locos, j) Innumerables, k) Dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) Etcétera, m) Que acaban de romper el jarrón, n) Que de lejos parecen moscas. Esta es inventada, pero en el Diccionario enciclopédico hispanoamericano aparece la siguiente (bajo la definición de la palabra “autómata”): «Los autómatas se pueden clasificar en tres grupos: 1° los que se mueven por la acción de una fuerza interior invisible; 2° los que ejecutan funciones vitales, tales como la respiración y la digestión, y 3° los que imitan el canto de las aves o que tocan un instrumento cualquiera».
     Desde ¡Que viva la música! (publicada por Colcultura días después de su suicidio), este joven autor (Cali, 1951-1976) no se nos salía del gusto.
     Nuestro diagramador y levantador de textos (Alberto Posso) tuvo la idea, que todavía es moderna —eufemismo por “atrevida”—, de cruzar el nombre del autor en diagonal, sobre el cuerpo del texto (además, el nombre era como cinco veces más grande que el título). De este cuento nos gustaba la contabilidad, la autoridad de la magia, el cine-club. El cine-club porque, como le contaba a Paldao en la segunda carta, en una especie de artículo de prensa dice: «Insólito: venta de revistas de minicuentos en las filas de los cineclubes. Aventura como para un cuento, más bien corto, presenció nuestro reportero. Dos estudiantes de literatura de la Universidad Santiago de Cali fueron sorprendidos cuando vendían una revista de minicuentos a la entrada de un cine. Se trataba de la exhibición de una película en la modalidad de cine-club, un invento de pseudo-intelectuales para poder hablar de las películas antes y, a veces, después de la proyección.
     »Los sujetos, al ser sorprendidos, no acertaron a decir más que “es para que dentro de unos años un señor Paldao nos llame y nos diga que estas nece(si)dades van a significar otra cosa”.
      »Este diario, en su conocido afán por dar una información veraz y objetiva, investigó con un conocido psiquiatra. El doctor Pérez, del pabellón psiquiátrico del hospital universitario, dijo para News: “es paradigmático en ciertas formas de delirio paranoide la mención a supuestas misiones divinas o extraterrestres, así como a realizaciones futuras”. Agregó que el neologismo que sirve de nombre a la revista es una prueba de la irrefutabilidad de su diagnóstico.
     »Cuando se informó que los jóvenes iban a ser puestos en observación, parece que el dueño de cierto restaurante árabe se echó a llorar. Ya informaremos al respecto».
      A continuación aparece Nicolás Suescún (Bogotá, 1937), con “El retorno de Drácula”, tomado de El extraño y otros cuentos (Bogotá: Carlos Valencia, 1980). Este libro, recién salido en ese momento, contenía muy buenos cortos, todos cuentos.
El retorno de Drácula
Nicolás Suescún
     Es cierto. Se fue y dejó de venir durante muchos años. Los niños crecieron. Mire lo grandes que están: ya todos tienen gafas y van a la universidad.
     Ellos no lo reconocieron. Pero entre él y yo las cosas pasaron como si no se hubiera ido nunca. El mismo día que volvió nos dimos cuenta. No había cambiado nada. A los dos minutos estábamos donde mismo habíamos empezado, cuando nos casamos, hace ya tanto tiempo.
     El me dijo que no quería sangre para la comida. Yo le dije que no había nada más.

     Nos sorprendía esa manera de hacer existir la cotidianidad en tan pocas palabras; esa manera de decir que alguien está grande. Por un tiempo repetíamos: «Mire lo grandes que están: ya todos tienen gafas y van a la universidad». Este cuento fue tomado de Ekuóreo para la antología de cuentos breves Dos veces bueno 3, de Raúl Brasca, dedicada a América y España.
     Por la otra cara está, de nuevo, Eduardo Serrano O., dueño del libro de donde se copió la contracarátula, fanático del tema de los vampiros, como pudimos comprobarlo en el primer Ekuóreo, y como puede verificarse en este número, donde su pseudónimo, “Brames Tóker” es una recomposición escrita —no necesariamente oral— del nombre del autor de Drácula: el irlandés Bram Stoker. Diferencia que da lugar a una modalidad de chiste que ha comentado Eduardo en sus ensayos: «Para hacer hablar a un pan: póngalo en agua y, en cinco minutos, est’ablando».
     La revolucionaria diagramación (y dele con los eufemismos) puso primero el nombre y, tras un derrochador espacio, el título del cuento.
Fragmento de un diario íntimo
Eduardo Serrano Orejuela
Octubre 25:
     ¡Qué aventura la de esta noche que está por concluir!
     Todo comenzó por la archiconocida situación de la mujer hermosa que se lleva un cigarrillo a los labiosy del hombre apuesto que le ofrece fuego. El movimiento de su mano protegiendo la llama no tenía otra finalidad que tocar mi mano. Sin dejar de mirarme a los ojos con sus ojos extrañamente amarillos, dejó correr sus dedos con descuido. Al tropezar con el anillo, lo examinó palpándolo con las yemas antes de mirarlo. Orientó mi mano hasta que la escasa luz le permitió leer la letra de oro incrustada en la piedra. «¿Daniel?», propuso. «Podría ser», le respondí. En su mirada apareció una repentina sorpresa. «¡Ah, el enigma!», musitó, demorándose en las palabras. Y de pronto echó la cabeza hacia atrás y rió con una risa exuberante y breve. El blanco azulado de su garganta brilló un instante.
      Tomándome de una mano, me arrastró hasta la pista de baile. Giró sobre sí misma, y por un momento la blancura de su cuerpo fue como un fogonazo en la oscuridad. Ceñí su cintura con mi brazo, hundí mi rostro en sus cabellos negros. Otro giro la liberó. Se alejó, volvió hacia mí. Al pegarse de nuevo a mi cuerpo, deslicé mi mano por entre el escote y la posé sobre su seno izquierdo. Antes de que se alejara mediante otro giro alcancé a sentir con intensa delicia el palpitar acelerado de su corazón. Me dijo que no con la cabeza, pero el fulgor de su mirada amarilla la traicionaba.
     En efecto, algunas horas después fuimos a su apartamento. Sin decirle nada, sin permitir que me dijera nada, la desnudé. Besé sus labios, mordí sus pezones, hundí mi lengua en su ombligo, atormenté su clítoris. Arrebatada por el irresistible orgasmo, clamó que la penetrara. Entonces, en ese momento tan buscado durante toda la noche, cuando ya su voluntad me pertenecía por completo, la atraje hacia mí, hundí limpiamente mis colmillos en su garganta y empecé a beber su sangre, mientras ella gritaba de dolor, de placer, de pánico, qué sé yo.

     Este texto fue publicado por primera vez en Ekuóreo 7. Después, él quería que circulara una versión corregida... pero no le hicimos el favor.
     El siguiente cuento también es de un profesor nuestro, Aníbal Lenis, que ya tomó valor y firmó con su nombre (en Ekuóreo 4 había usado las iniciales L. B. A.). En la diagramación del texto, su nombre fue intercalado, esta vez de manera horizontal.
El vampiro
Aníbal Lenis
      Madre gritaba a desgañitarse; padre vino a mediar, yo salí de la casa. Los vientos traían la tarde y el aire fresco; caminé sin descanso, sin tino. En la arboleda, los pájaros y las chicharras me donaron la calma. No alcancé a ver lo que proyectaba una sombra que se dirigía hacia mí y que me hizo rodar por el pasto. Tendida en el suelo, de cara al firmamento, le vi borrosamente de pie al frente mío. Con las manos abrió su inmensa capa negra y se abalanzó de inmediato sobre mí; me cubrió toda, cual una sombra hecha materia, haciéndome sentir como una pollita cubierta por las enormes alas de su protectora. Así recibí la oscuridad de su deseo desbordante, hasta que otra sombra más universal nos tapó a los dos. Tres días con sus noches estuvo aferrado a mi cuerpo, clavándome esos colmillos fluidos que con potencia devoradora me sustraían la sangre y la vida. Cuando volví a la conciencia, lívida, sin alientos, con palidez de amortajada, le busqué con ansias: se me hacía imperativo conocer al verdugo que tanto tiempo me había acariciado. Alcé entonces mi cabeza, miré enrededor, y no estaba; sólo encontré sobre mi vientre desnudo, adormilado y vencido por la violencia del sol, y con las alas abiertas abrazándome, un negro murciélago con su hocico de ratoncillo jadeante.

     
Este texto fue publicado por primera vez en Ekuóreo 7.
 
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