EKUÓREO
  Ekuóreo 12
 
Un pintor diagrama

     En su diagramación, este número 12 es original. Siempre las ideas de las diagramaciones fueron nuestras. Pero sólo en este caso, se le dio un puesto más relevante al ilustrador (además, es el segundo y último que hace dibujos ad hoc). A Carlos Velásquez —a quien se le da su respectivo crédito— le fueron entregados los cuentos escogidos y se le pidió que, disponiendo del tamaño tradicional de Ekuóreo, dibujara lo que quisiera y dejara unos espacios proporcionales para los cuentos. “Otra Vuelta de Tuerca” vuelve a aparecer explícitamente; parece que ya se habían vuelto famosos, pues ahora su publicidad se limita a un par de breves líneas, sin imagen, sin aspavientos.
     Nosotros ajustamos los textos levantados, con la guía de los dibujos. Visto desde hoy —que existe el escáner, la edición por computador—, no se aprecia la cantidad de tiempo socialmente necesaria para producir este número, fechado de manera expresa en febrero de 1981.
     Carlos Velásquez, el pintor, se emocionó tanto que hasta nos dio poemas para que se los publicáramos. Pero no quisimos abrumar a nuestro selecto público, tacto que hoy ha desaparecido, de manera que: «He conocido la nada / yendo a ella en mis silencios / y siento que otra nada no ha existido».
     Aparecen cinco cuentos. Salvo Baudelaire, los autores son colombianos. En su orden, aparecieron así:
(Sin título)
José Vélez (seudónimo)
     Durante largo tiempo estudié varios métodos para envenenar a mi madre, pero mis elucubraciones fueron interrumpidas bruscamente cuando la asesiné a cuchilladas. Yo tenía once años y hacíamos un largo viaje y nos detuvimos en un hotel. La coartada perfecta. Estaba recostada en la cama, entretenida con sus libretas, cuando la atravesé con un cuchillo en el estómago; es mentira que la sangre salte; apenas un chorro tibio no muy impetuoso. Ella trató de defenderse, pero yo la dominé con una seguidilla de nuevas cuchilladas. Desordené convenientemente la habitación e inicié una histeria que duró tres días. Pobre niño, testigo de algo tan macabro, decían todos. La policía no pudo capturar al asesino, un hombre joven que vestía camisa blanca, según yo mismo lo había descrito.
     Debo decir que el asesinato de mi madre fue un verdadero alivio a mis terrores, aunque ella tratara de vengarse, apareciendo con insistencia en ciertas pesadillas de menor cuantía. Pero aquella noche, faceta de diamante diabólico, en un hotel de una ciudad extraña, alcancé la santidad de la furia que aún me posee.

    
Este autor paisa siempre firma con seudónimo (o sea que ahora su nombre es su seudónimo). Incluso en la revista que le publica con frecuencia (Gaceta de la Universidad de Antioquia), cuando se registran los datos de los colaboradores se mantiene la reserva del nombre y se pasa a informar, por ejemplo, que obtuvo el tercer lugar en el Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia 1979, con el libro Acorralado, del cual hace parte el relato que se incluyó en Ekuóreo 12 y que fue tomado de Gaceta Nº 4 (1980). Algo de la cercanía entre poesía y cuento corto hay en estos nexos.
Cuenta final
Gonzalo Pérez
     El primer disparo salió seguido de una bocanadita de humo blanco y se le incrustó en el hombro izquierdo. En lugar de decir ay, pensó un recuerdo y esbozó una sonrisa franca y sincera. Al segundo disparo recordó cuando comenzó a ser adulto y a discutir de política. El tercero lo sorprendió sopesando su trabajo en la organización política. El cuarto lo recibió mirando el pelotón de fusilamiento, y entonces gritó: «no joda, he vivido». Al resbalar por el muro, su camisa blanca, ahora manchada de rojo, se rasgó en la espalda.

    
Rafael Basi llegó de Barranquilla en la época de la segunda Salsa, cuando el estilo era Convergencia, una taberna cuyo dueño, otro Rafael (Quintero, también barranquillero) trabajó por la apreciación de la música afrocaribeña en Cali*. Gonzalo Pérez, un escritor paisano suyo, pasaba por Cali y Rafa no podía dejar de recordarle que, así como el arroz atollao y el pandebono, uno de los productos típicos de esa ciudad era Ekuóreo. De manera que tuvimos un breve conocimiento mutuo y una eterna plasmación de su paso. Publicado por primera vez en Ekuóreo 12. «No joda, he vivido», con acento costeño, acompañó nuestros decires todavía un tiempo más.
     De otro lado, de Juancarlos Moyano Ortiz (Bogotá, 1959), llegó a la casa de Harold —centro de nuestras operaciones— un sobre dirigido al «Scriptore Harold Kremer». Abrimos (sin que esta manera de decirlo implicara violación de correspondencia por parte de Guillermo) y hete aquí que el paquete contenía una serie de hojas del tamaño de un sobre convencional, o sea: para carta plegada en tres. Cada hoja contenía un cuento. Era como la “literatura volante” de la que él mismo hablaría más adelante en un periódico mexicano y que transcribiremos aquí a la altura del número 18. Dos cuentos de aquel sobre introdujimos inmediatamente en Ekuóreo.

Final de cuento
Juancarlos Moyano Ortiz
     Una jovencita con porte de princesa entró al mundo de las leyendas. Buscaba un príncipe de cualquier color o cuanto menos un James Bond. Fue feliz en los brazos de innumerables personajes, pero ninguno la dejó satisfecha. Cuando huía decepcionada por la impotencia de Don Juan Tenorio, murió destripada. No había leído las andanzas de Jack.
Noel
Juancarlos Moyano Ortiz
Nació cadáver. Envejeció con los años, poco a poco se le enderezó la columna vertebral, sanó del reumatismo y la piel se le fue templando en una sonrosada lisura.
Se acostó con bellas mujeres, triunfó en las apuestas hípicas, acertó el gordo en tres loterías y con habilidad postmatura ocupó importantes puestos en la administración del gobierno.
Sintió el amor entre las venas como una fría culebra que lo recorrió de pies a cabeza. Supo de las dichas de una amante niña, hasta cuando ella decidió abandonarlo: siendo una mujer adulta y él un chico de pocos años.
Antes de volver al vientre materno y asumir la movención renacuaja de un espermatozoide y ser la dicha y los espasmos de dos enamorados, grabó en su diminuto instinto el sonido de los gemiditos amorosos de su madre... en el mismo instante que un anticonceptivo pusiera fin a su proceso.

    
Este cuento fue tomado de Ekuóreo para la antología de cuentos breves Dos veces bueno 3, de Raúl Brasca... Tal vez porque Raúl tiene también un cuento regresivo, llamado “Todo tiempo futuro fue peor”, que dice así: 
«Anoche se sobrepuso a las balas que lo acribillaron y huyó de la policía entre la multitud. Se escondió en la copa de un árbol, se le rompió la rama y terminó ensartado en una verja de hierro. Se desprendió del hierro, se durmió en un basural y lo aprisionó una pala mecánica. La pala lo liberó, cayó sobre una cinta transportadora y lo aplastaron toneladas de basura. La cinta lo enfrentó a un horno, él no quiso entrar y empezó a retroceder: dejó la cinta y pasó a la pala, dejó la pala y fue al basural, dejó el basural y se ensartó en la verja, dejó la verja y se escondió en el árbol, dejó el árbol y buscó a la policía. Anoche puso el pecho a las balas que lo acribillaron y se derrumbó como cualquiera cuando lo llenan de plomo: completamente muerto».
     Por la composición, estas hojas volantes de Juancarlos Moyano tal vez eran tomadas de las artes finales del libro La pasión de las lunas. Es prácticamente un libro de minicuentos «para llevarlos en el bolsillo y sacarlos como si fueran un revólver, o una rosa, o un pañuelo, o un mapa, o una libreta de direcciones secretas, según sean las necesidades entrañables de la vida», como dice Jairo Aníbal Niño en la contracarátula.
     Y ahora, el consagrado: Charles Baudelaire, que ocupa toda la segunda página. Lo sabíamos poeta, hasta lo sabíamos poeta en prosa, hasta que dimos con esto que lo consagra como un minicuentista... ¿o acaso no es novelista Rulfo con una sola?
¡Maltratemos a los pobres!
Charles Baudelaire
     Durante quince días me había confinado a mi habitación y rodeado de libros a la moda en ese tiempo (hace de esto dieciséis o diecisiete años); quiero decir, de libros en los que se trataba del arte de hacer felices, sabios y ricos a los pueblos en veinticuatro horas. Yo había digerido, pues —tragado, sería más justo decir—, todas las lucubraciones de todos esos empresarios de felicidad pública, de los que aconsejan a los pobres que se conviertan en esclavos y de los que quieren persuadirlos de que todos ellos son reyes destronados. No parecerá sorprendente, por tanto, que me encontrara en un estado de espíritu vecino al vértigo o a la estupidez.
     Sólo que creía sentir, hundido en el fondo de mi intelecto, el germen oscuro de una idea superior a todas las fórmulas de comadre cuyo diccionario acababa de recorrer. Pero eso no era más que la idea de una idea, algo infinitamente vago.
     Y salí con muchísima sed, pues la afición apasionada por las malas lecturas engendra una necesidad proporcional de refrescos y de aire libre.
     En el momento en que iba a entrar a una taberna, un mendigo me tendió su sombrero, con una de esas miradas inolvidables que derribarían los tronos si el espíritu pudiera remover la materia, y si la mirada de un magnetizador hiciera madurar las uvas.
     Al mismo tiempo, oí una voz que cuchicheaba a mi oído, una voz que reconocí bien; era la de un buen Ángel, o la de un buen Demonio, que me acompaña dondequiera. Puesto que Sócrates tenía su buen Demonio, ¿por qué no habría de tener yo mi buen Ángel y por qué no habría de alcanzar el honor, como Sócrates, de conseguir mi diploma de locura, firmado por Lélut y por el muy sagaz Baillarger?
     Entre el demonio de Sócrates y el mío existe la diferencia siguiente: que el de Sócrates no se le manifestaba más que para prohibir, advertir, impedir, mientras que el mío se digna aconsejar, sugerir, persuadir. Ese pobre Sócrates no tenía más que un Demonio prohibitivo; el mío es un gran afirmador, el mío es un demonio de acción, o Demonio de combate.
     Ahora bien, su voz me cuchicheaba esto: «Sólo es igual a otro el que lo prueba, y sólo es digno de la libertad quien sabe conquistarla».
     Inmediatamente salté sobre mi mendigo. De un solo puñetazo le hinché un ojo, que se puso en un segundo gordo como una pelota. Me rompí una uña al quebrarle los dientes, y como no me sentía suficientemente fuerte, ya que nací delicado y me ejercité poco en el boxeo, para acogotar rápidamente al viejo aquel, lo aferré con una mano por el cuello de su chaqueta, con la otra lo empuñé de la garganta y me puse a sacudirle vigorosamente la cabeza contra la pared. Debo confesar que, previamente, había inspeccionado de una ojeada los alrededores y verificado que en ese suburbio desierto me encontraba, por un buen rato, fuera del alcance de cualquier agente de policía.
     Luego de haber conseguido derribar el debilitado sexagenario, gracias a un puntapié en la espalda bastante enérgico para romperle los omoplatos, me apoderé de una gruesa rama que yacía por tierra y le sacudí el polvo con la energía obstinada de los cocineros cuando quieren enternecer un “beefsteak”.
     De pronto —¡oh, milagro!, ¡oh, goce del filósofo que verifica la excelencia de su teoría!— vi a esa antigua osamenta retorcerse, enderezarse con una energía que jamás hubiera sospechado en una máquina tan singularmente averiada, y con una mirada de odio que me pareció de buen augurio, el decrépito malandrín se arrojó sobre mí, me hinchó los dos ojos, me rompió cuatro dientes, y con la misma rama me apaleó hasta cansarse. Con mi enérgica medicación, yo le había devuelto el orgullo y la vida.
     Entonces le hice toda clase de señas para hacerle comprender que consideraba terminada la discusión, y levantándome con la satisfacción de un sofista del Pórtico, le dije: «¡Señor, es usted mi igual!; hágame el honor de compartir mi bolsa y recuerde, si es usted realmente filántropo, que hay que aplicar a todos sus colegas, cuando le pidan limosna, la teoría que he tenido el dolor de ensayar a sus espaldas».
     Y él me juró que había comprendido mi teoría y que obedecería mis consejos.
     
    
Más bien mezzo-cuentista, pero bueno. Hubo algunos fanáticos de la revista que se pusieron a practicar la idea del minicuento. No les fue muy bien. La película La pelea, de Fincher, es una crónica de sus padecimientos, con una ficción sobre psicosis que el libretista no pudo contener, pero que es apócrifa. El cuento de Baudelaire fue tomado de Pequeños poemas en prosa (de la obra completa del autor, edición de Aguilar). El libro, también conocido como Le spleen de Paris, es una colección de 51 textos, numerados y titulados, que mezclan en diversas proporciones la poesía y el relato. Fueron redactados entre 1855 y 1864. El que escogimos es casi puro relato, hay otros que son pura poesía: el XXXVII, por ejemplo, ha sido descrito como teniendo la estructura de un poema; otros se debaten entre esos extremos. Incluso hay hasta una suerte de fábula, con su moraleja, “El perro y el frasco”, numerada con el VIII:
     «—Lindo perro mío, buen perro, chucho querido, acércate y ven a respirar un excelente perfume, comprado en la mejor perfumería de la ciudad.
     »Y el perro, meneando la cola, signo, según creo, que en esos mezquinos seres corresponde a la risa y a la sonrisa, se acerca y pone curioso la húmeda nariz en el frasco destapado; luego, echándose atrás con súbito temor, me ladra, como si me reconviniera.
 
     »—¡Ah miserable can! Si te hubiera ofrecido un montón de excrementos los habrías husmeado con delicia, devorándolos tal vez. Así tú, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca se ha de ofrecer perfumes delicados que le exasperen, sino basura cuidadosamente elegida».
     Este habría sido más mini, pero no habríamos hecho el homenaje a la posición ética que representaba para nosotros el cuento, un poco más largo, que escogimos.
 
 
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