EKUÓREO
  Ekuóreo 11
 
El número 11

     A partir de este número, aparecen por primera vez la fecha con el año de publicación: “Primera quincena de diciembre de 1980”. Con esta información explícita, y dada la frecuencia con la que se sacaba (los datos de “quincena” que se registraban antes), se puede inferir que Ekuóreo comenzó en febrero de 1980. También aparece aquí por vez primera el precio: $5.oo. No empezamos con estos escandalosos cinco pesos: al comienzo, la revista valía dos pesos; tal vez antes de este número 11 no había tenido reajustes. Para orientar a los lectores en otros países, hoy en Colombia una fotocopia vale en promedio $100.oo.
     El texto se sigue levantando en compóser, pero no aparece mencionada la editorial aquella que nos lanzó a esta tecnología, tal vez por error, porque en un par de números siguientes sí se menciona. O de pronto tuvimos una separación temporal, como las que se usaban entre las parejas por esos días.
     El primer cuento llegó ahí por vía de Milciades Arévalo —paladín de la revista Puesto de combate—. Como en el cuento de Pär Lagerkvist, pero en lugar de intercambiar huesos, intercambiábamos cuentos, en proporción directa al paginaje de cada revista. Él publicaba textos de este brasilero —Luiz Fernando Emediato (1951)— que nos asombró por su tono, que parece una huella digital en todo lo que escribe. Después de leerlo, es difícil pensar que la literatura es solamente anécdota y no discurso también.
Los dragones del trigésimo primer día
Luiz Fernando Emediato
No te desesperes ni mates a tus siete hijos antes de la hora. Los dragones llegarán el trigésimo primer día después de la señal, para matar. Además de tus hijos rebeldes, a las mujeres blancas que no se doblegaron a los deseos de Artaroth, dios de las tinieblas, de la noche y de la muerte.
 
     Primero cortaron sus hermosas cabelleras, porque lo traicionaron. Por cuanto eran dragones, no hubo leyes que les castigaran el crimen. La calva horrible se abrasó bajo el sol de la tortura, pero le prohibieron los gritos, aunque prensaran entre sus dos axilas un pedazo de madera. Por cuanto eran dragones, no hubo leyes.
     En el sexto día de martirio, ofreciéronle agua, pero la rechazó: Diéronle hiel, y por cuanto eran dragones, bebieron cerveza y danzaron y rieron en orgías fantásticas, cuya música no pasaba de una bárbara, angustiante y desesperada sinfonía de gemidos. Eran dragones, y por ello siguieron impunes.
     En el séptimo día descansaron, mientras en el patio del sol el héroe traicionado cargaba piedras. La ley les aseguraba descanso, y por cuanto eran dragones, disfrutaban sus beneficios.
     El héroe murió en la vigésima hora del décimo tercer día, y por cuanto eran dragones, no creían en presagios. Mientras el pueblo bramaba en las torcidas calles, deslizándose por ellas cual formidable ciempiés, dormían bajo los efectos del vino y de los hongos alucinantes. Despertaron con los primeros rayos del sol rojo, y cuando abrieron los ojos, llevaron la mano izquierda, medrosamente, a los coloridos galones de los uniformes.
     Nadie acudió a sus llamados, aunque fueran dragones, y uno a uno fueron pasados por las armas blancas. Por cuanto eran dragones, los sepultaron con honores y salvas de veintiún cañonazos.
     Después de un torturado hiato de meses y meses de incertidumbre, los líderes del precipitado ciempiés popular fueron diezmados por los ángeles sin alas, uno por uno, en secreto y en silencio, en la intimidad ininvadible de las sábanas.
     Los nuevos dragones llegarán el trigésimo primer día, aunque los libres atestigüen que no es cierto, y durante diez años castigarán a los débiles. Ayer sepultaron el último varón antiguo, y ahora, aunque sea de madrugada, todavía podemos oír los gritos de sus siete viudas. Lloran no por él, que ya murió, sino por sus siete hijos menores que serán sacrificados, a hierro y fuego, en la madrugada del trigésimo día después de la noche del aviso, o sea mañana.

     El “Epígrafe de Emanuel” es un relato un poco más corto de este autor brasilero, que tuvimos en la baraja en ese momento: «Sólo una vez durante su largo reinado Artaroth tembló en su trono de piedras. Pero su miedo —el miedo lleno de astucias del dios de la guerra y la maldad— impulsó trampas y emboscadas armadas por la sombría legión de los serviles ángeles y demonios del imperio del terror. Emanuel murió antes de expulsar a todos los poderosos y hoy Artaroth aún reina sobre La Tierra, protegiendo a los puercos y oprimiendo a los miserables, de los cuales no obtendrá medios para seguir avanzando por su derrotero de tragedias. Así, los mismos que mataron a Emanuel hoy se inclinan delante de Artaroth, llevándole frutas raras, cofres de oro, vírgenes blancas y mujeres verdes. Pues saben que solamente así serán siempre recompensados».
     Luego volvería nuestro profesor Javier Navarro, otra vez con la fachada de “Guillermo y Jacobo Feroz”, con otra muestra de su perversa enciclopedia infantil, también publicada por vez primera en Ekuóreo 11. Como su primer ejercicio, este también se insertó en un relato más extenso.

La única oportunidad de la Cenicienta
Javier Navarro
     El servidor del rey sostenía la zapatilla de cristal en su mano derecha. Con la izquierda levantaba suavemente el pie de la Cenicienta. Las sucias y largas uñas de la fregona no permitieron que la zapatilla calzara.
 

     Este ejercicio de Javier ejemplifica uno de los tipos que David Lagmanovich ubica en su artículo «Hacia una teoría del microrrelato hispanoamericano» (1996:26-28). Lagmanovich intenta tipologizar el microrrelato más allá de agrupaciones obvias como número de palabras, o temas. Entre tres modelos que identifica, denomina reescritura y parodia a esa propiedad del microrrelato contemporáneo que lo convierte en «un instrumento para la reescritura de los textos y de los mitos clásicos».
     En ese tiempo, Javier nos había entregado tres de estos relatos. El tercero —titulado “El amor de Caperucita”— no se publicó, pero esta no es razón para privarlos de él: «Caperucita Roja se encontró, por fin, con el príncipe anhelado. Pero, desgraciadamente, el lobo ya estaba enamorado de la abuela».
Ai kai
Julián Malatesta
El viento
se cubre de hojas
para ver los amantes.

     Julián, otra vez con un poema al estilo japonés (hai ku) que publica aquí por primera vez. Los dos Ai kai publicados en Ekuóreo formaron parte del libro Hojas de trébol (1983). De nuevo, Julián acompaña a Javier en la página, cuñando un relato más extenso. Después de esta reiteración se los conoce como “los cuñados”.
     No hemos podido establecer a quién pertenece la ilustración, ni si se trata del mismo autor del dibujo del envés (en todo caso, ambas fueron cedidas por Milciades Arévalo), donde están los siguientes dos cuentos:
Las dos ranas
Dino Segre (Pitigrilli)
     Dos ranas que iban de paso cayeron en un recipiente lleno de leche. Después de llevar a cabo algunas tentativas para salir, una de ellas dijo:
     —Las paredes son demasiado lisas; tienen una inclinación de 45 grados; la fuerza de propulsión de mis patas forman un paralelogramo en el cual A más B, multiplicado por C... dividiendo luego el producto por el logaritmo de... Sin contar con que Arquímedes ha dicho: Dós moi pu stó, kai kino ten ghen* y no tenemos punto de apoyo en esta materia fluida...
     Como su compañera no daba muestras de creer en sus palabras, sacó la regla de cálculo y realizó operaciones complicadísimas, que demostraban que toda tentativa de salir estaba matemáticamente destinada al fracaso. Después se metió en el bolsillo la regla de cálculo y, con la pasividad de un estoico, se dejó morir.
     La otra rana no escuchó sus explicaciones científicas y eruditas e hizo los movimientos más absurdos, más irracionales, violando todo lo que la matemática, la física y la mecánica han establecido. A fuerza de realizar toda suerte de movimientos desordenados, la leche se condensó bajo sus patas, y el animal se encontró apoyado sobre una pella de mantequilla, desde la cual fue fácil dar un salto.
     La primer rana era una rana macho, la segunda una rana hembra.
      
*Dadme un punto de apoyo y levantaré el mundo.
 

     Nosotros buscábamos minicuentos en todas partes. Todo podía ser o contener un minicuento. Así leíamos novelas, cuentos, poemas, proverbios, definiciones, crónicas, canciones, anécdotas, comentarios, listas, entrevistas..., ¡lo que fuera! Por eso nos suenan familiares las palabras de Brasca y Chitarroni (2001:7) en el prólogo a su Antología del cuento breve y oculto: «Quisimos insinuar una antología opuesta a tales catálogos, incorporando fragmentos de dudosa entidad cuentística [...] Buscamos en biografías, libros de poemas, ensayos y hasta en recetarios y manuales de instrucciones. Alguna vez corrimos el riesgo de incluir simplemente una cita o una anécdota».

     Por buscar minicuentos en todas partes, nos hicimos a diccionarios curiosos, como el Diccionario privado de Pitigrilli, de donde sacamos el relato de las dos ranas; el Diccionario privado de Salvador Dalí; el Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce (de quien también teníamos unas Fábulas fantásticas*, de 1899); El diccionario de Coll, de José Luis Coll; el Diccionario zen, de Ernest Wood. Al de Coll, por ejemplo, pertenece la siguiente definición de “Dalí”: «Pintor extravagante y déspota que nombró cónsul a su caballete». Al de Wood, pertenece esta historia: «Un hombre que había padecido asma manifestó una vez a un amigo: “Tú no aprecias el placer de respirar con facilidad, porque nunca te has visto privado de ello”. Entonces el otro respondió: “Ah, pero de esa manera nos veríamos llevados a afirmar que sólo aquellos que han sido asesinados están en condiciones de apreciar la vida”».

Los rabinos y el vagabundo
Édgar Collazos

     En el año 279 Hiliel y Simon —seguidores de la Guemara o gran glosa de la cual forma parte el Talmud, que engendró la filosofía cabalista, filosofía que de alguna manera anticipó la idea de naturaleza que pregonó Spinoza—, sentados en alguna esquina del universo, se encontraron con un vagabundo que había llegado a la ciudad y preguntaba:

     —¿De qué os ha servido apartarse del rostro de los hombres y del de la tierra, en la soledad de las celdas y en el frío de los claustros para dedicarse a la investigación y a la reflexión intensa? Todo, ¿para qué? ¡Para escribir un libro y que éste a su vez ocupe una pulgada del polvoriento anaquel y sus páginas de vez en cuando en el futuro sean leídas por algún clérigo soñoliento o un fortuito vagabundo como yo! ¿De qué sirve tanto estudio si, al final, todo ejercicio intelectual termina siendo inútil e indiferente?

     Hiliel era leñador y ganaba una moneda cada día, cuya mitad invertía en su pobre subsistencia y la de su familia, y la otra mitad para el estudio; con la mirada paciente respondió:

     —Desprovisto un día de medios, me senté en el umbral de la academia para oír las explicaciones, y allí sufrí los rigores de la nieve que caía. Habiéndome encontrado así, llegué a ser un maestro muy famoso y he aprendido que el que va en busca de nueva fama, pierde la primera; el que no aumenta el estudio, olvida; el que se sirve de la ley divina como un arma, muere; ser día a día más sencillo da muestras de sabiduría. Si yo no soy para mí, ¿quién será para mí? Cuando lo son ellos, ¿qué soy yo? Si ahora no soy, ¿cuándo seré? Y aunque el mundo esté hecho según la idea de ley divina y del ser supremo, el conocimiento de éste no puede venir de aquél, es una especie de intuición concebida tan sólo a los que se apartan de las cosas terrenas.

     —Fui educado entre sabios y no encontré otra cosa mejor que callar —dijo Simon—. Quien mucho habla, frecuentemente yerra; el gordo tiene más gusanos que le coman; el rico, más dolores y preocupaciones; el polígamo, más hechiceras que temer. No te fíes de ti hasta el día de la muerte, no te separes del común de los hombres y no digas lo que se debe saber que sabes.

     Los rabinos compararon la Biblia con el agua, lo mismo que con el vino; mojaron el pan en el vinagre, como era su costumbre; alabaron la escritura, las palabras y las letras; dijeron que hasta el mismo Dios lee, y entre los libros predilectos se encuentra el Talmud, y su capítulo preferido es el de la ternera roja.

     Ya la tarde se desgranaba en la oscuridad y el vagabundo llegó a las afueras de Palestina. Tiempo después, en diferentes ciudades, recordaba las enseñanzas de los rabinos, pero cayó y siguió siendo uno de ellos en el camino.

    
     Este cuento fue publicado por primera —y tal vez única— vez en Ekuóreo 11. El mono Collazos recuerda su sabiduría allá en Providencia y sigue siendo uno de ellos en el camino. Édgar Collazos es el del marquito barrococó del segundo número. Ocho entregas duró nuestra indignación. Él no sólo tocaba la guitarra y cantaba, no sólo ideaba graffitis para la era anti-psiquiátrica de “Rompe la cordura, instálate en la locura”, sino que era un juicioso lector. Por ejemplo, había escrito un diccionario con las referencias de Borges. Cuando Nacho Izquierdo nos recomendó a Lovecraft, lo telefoneamos: ¿se había dignado Borges referirse al escritor norteamericano? Buscó en su lexicón y, en unos segundos, nos respondió: «Sí, una sola vez: le dedica el cuento “There are more things” en El libro de arena». Fuimos tras este relato y aprendimos otra lección: que el horror de Lovecraft podía ser un tanto obsceno; que tal vez se podía producir el efecto de terror sin necesidad de explicitarlo todo.

     Y no se trata, de nuevo, de una propiedad exclusiva del minicuento: la economía del lenguaje es literaria, la economía de medios es artística. En otras palabras, cuando hay más significantes que significados, es muy difícil que tengamos arte (nada queda del lado del público); y aunque la proporción inversa no convierte de manera automática un relato en arte, sí parece ser una condición necesaria. Es más notable en el minicuento, pues cualquier exceso se paga al precio de no tener ya un relato breve.

 
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