EKUÓREO
  Ekuóreo 10
 

El décimo número

     Tampoco precisa el año de la publicación. Es una de las diagramaciones más logradas, según nos parece. El primer cuento es de Harold Kremer, quien cumplía con ello su promesa de publicar cada diez números.


El alma que venía todas las noches
Harold Kremer

     Dicen que son almas en pena porque aquella noche el hombre salió de la habitación con una linterna prendida, gritando a todo pulmón, quién anda por ahí, y buscó por toda la casa llevándose las cosas por delante y hasta dándole de patadas a las puertas para irrespetar de una vez el sueño de los inquilinos que se levantaron a decirle que los dejara dormir, por qué te levantás a joder a la una de la mañana, pero él insistía que por allí andaba, lo estoy oyendo, y José que le decía, debe ser un sueño que soñaste o es un sueño de otro que se te metió por los ojos, y él volteaba los muebles y se metía a los cuartos a esculcar entre los armarios, no me jodan que lo estoy oyendo desde hace mucho tiempo, y lo tuvieron que coger, amarrarlo a la cama y amordazarlo para que dejara de gritar, pero aún así gimió toda la noche y tuvo a la gente despierta, turnándose para cuidarlo y verlo llenarse de esa babaza que le salía por los poros, como un poseído del demonio, y cuando llegaron ellos dicen que ya tenía los ojos como de loco, sí, girando en las órbitas, pero se lo llevaron con todo y su babaza, aunque les dejó la pátina de su miseria al no llevarse con él el alma que venía todas las noches a buscarlo y que ahora viene a joderlos, a despertarlos para sentarse a llorar junto a sus camas y preguntarles por él, que dónde está, que se lo vuelvan a traer.


     Este minicuento, publicado por primera vez aquí, en el Ekuóreo 10, también integró el libro La noche más larga, ganador del Cuarto Concurso de cuento «Argemiro Pérez Patiño», de la Universidad de Medellín.

     Nunca se publicó en Ekuóreo algo que no fuera del gusto de ambos... lo cual no quiere decir que el gusto no haya cambiado (lo decimos para aquellos que en este momento se preguntan la razón por la cual algunos minicuentos fueron a parar a Ekuóreo). El número par del Comité de dirección impedía cualquier mayoría que no fuese 2 (la “mitad más uno” de dos, es dos)... lo cual no quiere decir que no hubiera ciertas negociaciones.

     De manera que este minicuento, a Harold le gustaba porque era suyo, eso no se discutía; pero a Guillermo le gustaba porque no podía parar al leerlo, porque era la ráfaga del personaje que hacía existir la falta de puntuación (no de comación, que sí hay). Le hacía acordar de nuestras lecciones universitarias: «[...] el orden de encadenamiento no es indiferente, no es una pura “forma” (nada lo es en el texto) [...] Todo elemento textual es significativo (lo que convierte en caduca la división de forma y fondo) [...]» (Todorov, 1974:12).

     El cuento se diagramó tomando un poco la forma de la ilustración, que bien podría ser un alma que venga todas las noches. Grandes letras, pero decentes, para los títulos y los nombres. A continuación, Javier Navarro, con nombre propio.

El hombre de negro
Javier Navarro

     Desde hace algún tiempo recorre la ciudad un hombre misterioso, elegantemente vestido de negro y por completo inaccesible. De día es imposible encontrarlo y los que más saben de él, insinúan que desaparece cuando lo toca la luz del sol aunque sea sólo con levedad. Intrigado, cambié los hábitos que la decencia y la buena cortesía obligan, comenzando a dormir durante el día, a alimentarme poco y a buscar en la noche tensa a ese hombre inasible.

     Me vestí con pulcritud y esmero, de negro, y crecía en mí la esperanza de hallarlo en no se sabe qué sórdido rincón. Me iba haciendo más huraño, separándome de la gente común que nada podía ofrecerme; quería encontrar al enigmático caballero cuya presencia apenas aleteaba oscura en las esquinas desoladas, en los bares solitarios, en las altas terrazas, recortado por la luz de la luna, acompañado de ruidos vaporosos que cortaban el aire con su cuchillo agudo y su frufrú de seda. Reconozco que mi comportamiento se hizo tan extraño y tan parecido al objeto de mi pesquisa que algunos comenzaron a confundirme con él, el hombre misterioso. Obviamente, yo sé que no soy él, pero ellos no lo saben. Hoy a las cinco de la mañana percibí un ruido ligero a mis espaldas. Cuando me volví pude ver, a dos metros de mí, un pie que desaparecía, pero tuve miedo de seguirlo y me oculté asustado en el zaguán. El vidrio de un almacén próximo reflejaba mi imagen débilmente y observé en mi rostro una mirada penetrante y altiva que no era la mía y una sonrisa maliciosa que en ese momento no podían, estaba seguro de ello, expresar mis labios. Angustiado abandoné el lugar y la imagen desapareció lanzando una irónica mirada que todavía odio. Sentí que alguien me seguía y me detuve con la esperanza de vencer mi temor al enfrentarlo, pero mi persecutor, en el momento en que yo cruzaba la esquina para retomar luego mis pasos, se refugió en un amplio portalón que servía de entrada a un almacén de ropa femenina, y su figura, quieta y lívida, podía verse a través de la vidriera como un insólito maniquí masculino. Lo miré fijamente y no pude evitar la sonrisa que me producía su aparente temor y lo inhábil de su huida. Pero dio de repente un salto ágil y fiero como si fuera la última oportunidad del animal acorralado y yo, presa del pánico, busqué apartarme con rapidez del sitio.

     Sin embargo, al mismo tiempo, otros, inesperados atletas de la fuga, extraños personajes completamente vestidos de negro, huían a su vez. Como si en el mismo instante todos nos hubiéramos percatado de que la situación era ridícula y terrible, nos detuvimos y comenzamos a caminar con lentitud y circunspección para ir desapareciendo en la luz del amanecer.

 

     Este cuento breve fue publicado por primera vez en Ekuóreo 10. Con él, Javier nos regalaba otra de las propiedades que nos parecían características del minicuento: el laberinto interno. Nos recordaba esa idea borgiana del camino azaroso de la vida que termina dibujando el propio rostro; o de aquella otra —del poema “No eres los otros”— que dice: «[...] te ves ahora / centro del laberinto que tramaron / tus pasos [...]» (Borges, 1976:158).

     En la otra cara tenemos un cuento de la palmirana María Eugenia Rojas. Dos segmentos del texto se alternan a derecha y a izquierda con las ilustraciones de Henry J. Ford, contribución de otra mulata: Miriam Torres, compañera de estudio, hoy profesora de la Universidad del Valle.

     Miriam y la Mona (Adiela García) no sólo nos ayudaban a desembarazarnos del contenido de las “canecas” —como se dice en Cali a la media botella— de brandy, de cara a la ciudad en sus horas más frescas; también metían la nariz —harto tenía la Mona— en Ekuóreo. En este caso, Miriam nos pasó las ilustraciones que encontró en un libro de cuentos clásicos infantiles en inglés (ellas en inglés, nosotros en francés).

Una y otras muertes de Rosalía Santoque
María Eugenia Rojas

     Mi primer trabajo como periodista de “El Ciclón” me llevó por fin hasta el puerto de Bahía Silencio, para conocer la verdad de lo ocurrido acerca de la muerte de Rosalía Santoque.

     El marido, don Justo, sus amigos y el cura mantuvieron siempre la versión de su tranquila muerte matinal acontecida en su lecho, horas después de aquella otra propagada y comentada muerte al final de la noche, cuando la luna desapareció en el mar y ocurrieron misterios de los que nadie o, mejor, casi nadie quiso hablar en voz alta, pero que todos transmitieron en murmullos, de boca en boca, hasta que el cuchicheo se hizo insoportable y se escuchó por fin el grito desgarrado, el grito de miedo, el grito de rabia de todo un pueblo que clamaba venganza.

     Tantos testigos dignos de crédito que nunca fueron escuchados, como Santiago “el bobo” que la seguía siempre de lejos, cuando ella con la complicidad del pueblo caminaba desnuda y febril por la playa. Playita de arena blanca donde todas las noches a las once descubría su cuerpo en el encuentro con aquel otro cuerpo del bello Esteban, que le enseñó por fin que morir de orgasmo era mejor que morir de muerte. Muerte lenta vivida tantas veces en las tardes de lluvia, cuando sus pies descalzos recorrían los cuartos de la vieja casona de don Justo, y sus manos ardientes se recorrían toda.

     Tantos testigos idóneos como la mujer ciega que la llevó después hacia su otra muerte junto al cadáver del bello Esteban, del perdido Esteban, mutilado e inmóvil en el mismo lecho de la playita. Playita de arena blanca donde todas las noches a las once se encontraban sus cuerpos.

     A pesar de todo, don Justo, sus amigos y el cura no sólo desmienten el hallazgo del cuerpo mutilado de Esteban, sino también todos los hechos de aquella noche memorable, cuando Santiago “el bobo” presenció cómo Rosalía Santoque, desnuda y con mirada sonámbula, se sumergió en el mar.

     Y exhiben victoriosamente el certificado de defunción firmado por el médico. De esta manera tratan de borrar la afrenta, tal vez el crimen de don Justo y la revancha del pueblo por las horas intensas que Rosalía vivió por ellos cada noche en la playa de Bahía Silencio.


     Este cuento breve fue publicado por primera vez en Ekuóreo 10. Nos gustaba el encabalgamiento que le daba una cadencia muy de María Eugenia, hecha también de guarachas, mambos y pachangas, que luego don Justo convirtió simplemente en “salsa”. En casa de María Eugenia y Eduardo Serrano estaba el único currículo digno de ser aprendido, según Guillermo.

     La muerte y la muerte de Rosalía nos dejaba la sensación de la muerte y la muerte de Quincas, otro con una opción vital que —bajo la pluma de Jorge Amado— pone en crisis la costumbre.
 
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